El castillo, el conde y el capataz




Erase una vez en la ciudad de Avellaneda, la historia de aquel castillo rojo al que todos querían entrar. Era la envidia del barrio: derrochaba lujo y  transpiraba clase. Allí, una vez, sucedió un hecho que merece ser relatado.

Por las calles viejas y húmedas de Avellaneda, aquellas donde el gris se hace dueño de la escena, caminaba esa bella vecina de la cual el conde Ariel estaba enamorado. Su nombre era Victoria, y todos la deseaban. El conde, dueño y amo del castillo, hacía todo lo posible para conquistarla y que ella ingresara a su lujoso hogar.

El coqueteo de esa mujer era siempre el mismo: sonreír ante cada piropo del conde, tomar cada ramo de flores y revolearle los ojitos. Sin embargo, aunque la joven se sentía atraída, nunca accedía ante las garras de aquel respetuoso y gentil hombre.

Una noche, en la cual todo parecía encuadrar, la vecina más deseada del vecindario accedió a la invitación del conde e ingresó al castillo. Era todo tal cual se decía: lujo, codicia, champagne, sushi y un cálido ambiente para que cualquiera se sintiera cómodo.

“Hoy se me da”, pensaba el conde, pero no contó con que el enemigo le tendía una trampa. El capataz Nelson, quien soñaba con lograr lo mismo que el conde pero de distinta manera, le jugaría sucio.

Entre trago y trago, mientras el conde saboreaba su consagración, el capataz irrumpió en la habitación y se dirigió con sus palabras ante la joven: “ Largá a este viejo otario y vení conmigo, mami”. Un momento de tensión se vivió en el castillo. El conde, perplejo pero enojado, tocó la alarma y llamó a sus hombres.

Mientras el conde discutía con el capataz, la joven permanecía anonadada en el medio, pero sin tomar partido. Algo la hacía dudar con quien debía quedarse. Ariel seguía llamando a sus hombres, que nunca llegarían: el criado Ezequiel dormía y al casero  Emmanuel le habían quedado las llaves del otro lado de la puerta.

Con sus armas, cada uno le planteaba a aquella bella mujer sus sentimientos. Como un perro al cual le muestran dos huesos distintos, Victoria amagaba de un lado al otro. Hasta que se cansó, se sintió sobrevalorada y se fue a la mierda, sin ninguno de los dos zapallos, como ocurre en el 99 % de los casos.

Así culminó la historia. Por un lado con el capataz, que no logró el cometido pero al menos lo cagó al conde. Y con el conde,  que volvió a pasar otra noche sin Victoria en su casa. 


Nicolás Gianfrancesco


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