Transformación, metamorfosis, alteración, cambio,
modificación, renovación, mutación. Vélez, para resumir. El club de Liniers convive
hace más de dos años con esta situación. Lejos de los domingos a las 17,
horario que adquirió casi a la par de los equipos grandes debido a su seguido
protagonismo en los campeonatos de Primera División, hoy el Fortín rellena los
horarios que sobran en la televisión.
Aburre verlo jugar. No es protagonista. Los rivales no lo
respetan. Tanto de local como de visitante, la sensación antes de que arranque
cada encuentro es de derrota. En sus hinchas y en los ajenos. Atraviesa, sino
la peor, una de las crisis futbolísticas más importantes de su historia.
Los resultados, el clima, las obligaciones. Todo eso lo
transformó: cambió a los ídolos de época por jugadores medio pelo. La platea
Norte, la famosa platea Norte a la cual ningún sensible quería enfrentar, ya no
es más la misma. Ahora hay tolerancia, apoyo, aplausos ante cualquier
corajeada. Y eso muchachos, eso no es Vélez.
Vélez es exigencia. Es sinónimo de triunfo. El buen juego,
el protagonismo. O era, mejor dicho, porque ya no es más nada de todo eso.
Quedó la mansión, pero se fue la familia. La casa está vacía
y allí sólo habita la viuda. Atrás quedaron las copas Libertadores, los Gareca,
los Zárate. Y hasta el mismísimo Cubero, que juega sólo para dar la cara,
porque su nivel es casi tan malo como Jorge Porcel Jr.
Vélez cambió. Perdió su esencia. Y tardará mucho en
recuperarla, porque de un día para el otro no se construye nada. Hoy volvió a
perder de local ante Belgrano, uno de los peores equipos del campeonato. Su
gente se volvió a ir triste, pero sobre todas las cosas, resignada. Y eso es lo
peor que le puede pasar a un equipo.
Para colmo el Fortín no podrá “salvar el semestre” el
próximo fin de semana porque su clásico juega en la B hace 17 años. Aunque de
seguir así, claro está, no faltará mucho para que se vuelvan a encontrar.
Nicolás Gianfrancesco
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