Estamos en Europa. Posiblemente en París, pero también
podríamos estar en cierta parte de Italia. Y yo diría que entre los años 1955 y
1962, aproximadamente. En una mesa de cafetería con una pluma y un papel, o en
alguna habitación rentada de bajo precio con una máquina de escribir, Julio
Cortázar vive y, como acostumbra, da vida. Entre borradores y hojas pasadas en
limpio, le da forma (o no) a Rayuela, su novela más importante. Y le da forma a
sus personajes, y toma decisiones por ellos, se alegra por ellos y se
entristece por ellos. Hoy se le ocurrió que en el capítulo 27, La Maga y Gregorovius
tengan una conversación a solas. Ella le contaría que Oliveira la había dejado
para irse con Pola. ¿La razón? “Se cansa de mí porque no sé pensar”. Ni lentos
ni perezosos, Cortázar y Gregorovius, supongo que al mismo tiempo, idean cómo
diferenciarse de Oliveira, que piensa todo y todo el tiempo, y para captar la
atención de La Maga escupen una oración que, imposible saberlo, acabaría en
murales, tatuajes y dedicatorias: “Pobre amor el que de pensamiento se
alimenta”.
Y se desató así una
guerra de órganos. El corazón sintió, a partir de ahí, que ya no necesitaba al
cerebro. El cerebro analizó la situación y mandó al corazón al carajo. Y con este
enfrentamiento también se divorciaron muchas palabras que antes no se llevaban
tan mal, como la razón y el sentimiento. “Te vas a lastimar…”, dice uno.
“Pobrecito, tiene miedo”, responde el otro. “Ya te pasó dos veces”, cuestiona
uno. “La gente cambia”, cree el otro. Y así siguieron, y siguen, todos los días
en todos lados.
Ahora estamos en
junio del año 2011. En Buenos Aires, River, uno de los clubes más grandes del
país, acaba de perder la promoción ante Belgrano de Córdoba y descendió, por
primera vez en su rica historia, a la segunda división. Al instante, en Porto
Alegre, Fernando Cavenaghi escucha llorar desconsoladamente a David, uno de sus
amigos más cercanos, y, secándose los ojos, se enfila detrás de Gregorovius y
se emancipa totalmente del pensamiento: “Arreglo todo en Brasil y en Francia y
pego la vuelta”. Y el corazón, esta vez, triunfó. Porque en ese “arreglar todo”
se incluyen varios temas que más de uno piensa, y muchas veces, antes de volver
a Argentina. Porque el pase de Cavenaghi pertenece al Bordeaux francés y,
además, está a préstamo en el Inter brasilero. Eso significa rescindir dos
contratos: uno en euros y el otro en dólares. Una pérdida muy grande de dinero.
Sin embargo, lo hace. Esta decisión también representa una mudanza. Porque los
futbolistas tienen familias que, a veces, inclinan la balanza hacia la
“tranquilidad” o “seguridad” que no encuentran por estos lados. Sin embargo, lo
hace. También hay otro detalle: la poca relación con la persona que maneja
River. Sin embargo, en este momento, pone la otra mejilla porque prioriza lo
más importante. Y lo hace: a los pocos días, firma su contrato y es presentado
como refuerzo para afrontar lo desconocido.
Nos encontramos
exactamente un año después, a mediados de 2012, en la misma Buenos Aires. River
lo hizo. Tras un arduo camino por provincias y estadios que jamás imaginó
visitar, ganó el campeonato de la B Nacional y volvió a su lugar de siempre. Cavenaghi,
por su parte, fue el goleador del equipo con 19 goles en 38 partidos, además de
capitán y emblema. La imagen de Fernando en el Monumental llorando de emoción
abrazado a su hijo, también llorando, da vueltas por los portales y diarios y
revistas. El jugador-hincha que volvió en el peor momento por amor (sin
pensarlo) al club. Igual que Alejandro Domínguez. El Chori también dejó todo y
volvió. Y cumplió. Cumplieron juntos. Todo es alegría. Todo es ilusión, porque
ahora, en Primera, dicen, van por todo. Unos días después, Matías Almeyda, el
técnico del equipo, da una entrevista en televisión abierta en la que sentencia
que no va a contar con Cavenaghi, ni con Domínguez. A veces es mejor no entrar
en detalles con los motivos. Según el entrenador, quiere un equipo más rápido.
Mejor quedémonos con eso. Nadie lo puede creer. Estallan los hinchas. Y
Cavenaghi se tiene que ir. Sin querer irse. Pero la vida, cuando tiene ganas, pone
las cosas en su lugar.
Caluroso día de diciembre de 2013. El nuevo presidente de la institución, Rodolfo D’Onofrio, lleva poco tiempo en el cargo pero ya tiene cerrada su primera incorporación para que, según su slogan de campaña, River vuelva a ser River. Así es como el 3 de enero de 2014, Cavenaghi es uno de los primeros en llegar al primer entrenamiento de la pretemporada. ¿El técnico? Un viejo conocido, el más ganador: Ramón Ángel Díaz, ídolo del club. Ocho goles en 19 partidos convertiría el delantero en el Torneo Final 2014 para que River volviera a gritar campeón en Primera División luego de seis años y todo lo ocurrido en el medio. Desahogo inmenso y otra vez esa sensación de que todo lo bueno ocurría cada vez que Fernando Cavenaghi caminaba los pasillos del estadio.
Y así fue, porque se
fue Ramón, pero apareció el Muñeco Gallardo, y las alegrías siguieron. Tal vez
no tanto en lo individual, las lesiones lo marginaron bastante, pero siempre
sumando, siempre referente. Hasta alcanzó la cifra de cien goles con la
camiseta de sus amores y llegó a estar décimo en la tabla histórica, con ciento
doce. Y vinieron la Copa Sudamericana en 2014, la Recopa a principios de 2015 y
hoy, finalmente, 5 de agosto del mismo año, vemos a Fernando Cavenaghi levantar
la más esperada: la Copa Libertadores de América. Esa que soñó de chico. Esa
que siempre fue tan esquiva. Esa que miró desde el banco en la mayoría de los
partidos pero que el destino o la suerte o quién sabe qué cosa quiso que Mora y
Viudez se lesionaran en el primer chico de la final y que él, justamente él,
fuera titular en el partido de vuelta con el Monumental repleto.
Llegamos al final de
esta historia de mucho amor y poco pensamiento. Es primero de julio de 2017.
Hace frío, pero no tanto. La gente se amontona como aquella noche de Copa en el
mismo escenario. Hoy es la última vez que el último ídolo juega en ese césped.
Vinieron todos los que fueron invitados, algo que habla mucho de él. Todos
aplauden, sonríen, disfrutan. Se emocionan. Toma el micrófono y lo escuchan.
Dice que esto no es una despedida, que es un homenaje, porque no se piensa ir
nunca más. Y todos se quedan tranquilos porque saben lo que significa. Hay
éxitos para rato.
Sin embargo,
volviendo al principio, Gregorovius y Cortázar no tuvieron el ejemplo de
Cavenaghi. Por más que traten, no podrán convencer a La Maga, que terminaría
ese capítulo cerrándose en que Horacio no la quiso como a Pola por una simple
razón: “Porque no sé pensar y él me desprecia, por esas cosas”.
Ezequiel Hermida
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